EL PAIS DEL ESCULTOR 

 

La naturaleza le inspira. El árbol es su materia prima. El escultor le conserva su fuerza al trabajarlo con respeto. El tronco derribado de los bosques vascos, a menudo es dejado con las marcas de su crecimiento y decaimiento. El corazón roído es dejado en hueco, los muñones testifican de las ramas cortadas.

Sin embargo, el despojo es magnificado por la intervención del artista que ama la madera, su materia, su flexibilidad, su color. Zigor acompaña la forma natural destruyendo lo menos posible el trabajo de la savia así como sus estigmas. Pero transfigura la naturaleza y le otorga una nueva esencia. Roble, plátano, castaño, más raramente ciprés, brindan el testimonio del crecimiento de una tierra peculiar y entregan un mensaje nuevo. El árbol recompuesto abre puertas que llevan a los caminos terrestres y a la interrogación metafísica.

Zigor esculpe y patina la obra en comunión con la vida vegetal, y el ojo descubre formas que hablan al espíritu. Si el cincel brutaliza, es para volver a encontrar una expresión sugerida por el árbol, de acuerdo con la riqueza panteísta del mundo. La luz matiza la construcción nacida del caos original gracias a múltiples variaciones. Pero la unidad del mundo, sólo la siente el cerebro humano en búsqueda de verdad, e incidentalmente de belleza.

La aproximación física e intelectual a la naturaleza comienza por numerosos paseos por el monte, el bosque o a orillas del océano. Lo vegetal imita a veces lo mineral y el artista descubre las formas inciertas de los amontonamientos de cantos rodados en la playa o en el torrente, piedras redondeadas por el pulir del agua y estabilizadas en un equilibrio precario. El hombre interviene en el paso del tiempo por medio del corte periódico de madera, limpiando los restos de árboles arrancados por el temporal o quemados por incendios, cortando las ramas, arreglando la naturaleza.

Al recorrer el monte, descubrimos piedras amontonadas en montículos por la mano del hombre llamados cairns. Zigor, a su vez, yuxtapone varias piezas de madera trabajadas en hábiles equilibrios. El boj evoca la piedra, pero el material también es transformado en ser viviente. Las criaturas del aire, más que el hombre, son el tema de la transfiguración de Zigor. El ser frágil y perecedero, la mariposa o el pájaro, es eternizado en el material sólido, natural o confeccionado: la madera, la piedra, y también el metal. Es el caso de la última creación monumental de Zigor, el gran pájaro destinado a ser ubicado en la desembocadura del río Aturri y que sacude sus alas de acero con tanta energía como el cormorán en la playa. Un efecto de torsión pone en movimiento la inmensa masa metálica que hereda de la ligereza del pájaro, apenas posado sobre su palo y zócalo.

Zigor es poeta, escribe en lengua vasca y nombra las cosas a su manera, en un euskara protohistórico.

Después de Kerne, nacido del roble éuskaro, he aquí Harpea, la cueva primitiva y la mano que dibuja sobre la pared, inmensa Eskua, cavada en el plátano de Arrangoitze.

Escribíamos en 2002 que Eskua es la mano fundadora del hombre, mano febril, abierta, cerrada, cuya palma es secreta, cuya piel lisa; pero de cuero duro, con dedos tendidos, misteriosos, capaces (culpables) de infundir pesadillas o felicidad. El artista transforma mediante su mano y sugiere el fuego que crepita, Su eta gorputzak —‘Fuego y cuerpos”—, la madera incendiada por el genio del lugar, Zuhaitz —“Árbol”— o la transmutación plomífera de la madera. El escultor nos hace creer que trabaja la madera con la misma facilidad que el fuego de la fundición vierte el metal en el molde.

Zigor inventa una mitología, “cuando el hombre mira el árbol, ve el espacio y se une al tiempo”, escribe. Fiel a sus raíces, Zigor se apoya en ellas para ir hacia adelante, más allá, más fuerte. Se enfrenta al temporal oceánico y posa el pájaro de la libertad, más hermoso por haber llevado la aventura de la vida a buen puerto.

 

Olivier Ribeton
Conservador del Museo Vasco y de la Historia de Bayona